viernes, 25 de enero de 2013

VIVIR EL SANTO EVANGELIO






VIVIR EL SANTO EVANGELIO DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, CARISMA FRANCISCANO
San Francisco de Asís, se propuso el gran reto de su vida y propuso a sus hermanos como norma y programa de vida: “La regla y vida de los hermanos menores es esto y conviene saber, vivir el santo evangelio viviendo en pobreza, obediencia y castidad…” (RB 1,1). Como es de destacarse,  en los escritos de Francisco nunca aparece la expresión «imitar a Cristo», sino siempre e invariablemente la otra más dinámica de seguir la vida - seguir las huellas - seguir la doctrina y las huellas - seguir las huellas y la pobreza de nuestro Señor Jesucristo. Es cierto que una de las Admoniciones lleva como título De imitatione Domini, puesto por el compilador, pero es precisamente la que habla del seguimiento del buen Pastor.
Efectivamente, en el Evangelio las invitaciones de Jesús son siempre formuladas en términos de seguimiento: Sígueme...; el que quiera venir detrás de mí... tome su cruz y sígame... Vosotros me habéis seguido... Ellos, dejando las redes, le siguieron... En el capítulo primero de la Regla no bulada, tras el compromiso de «seguir la doctrina y el ejemplo de nuestro Señor Jesucristo», inserta cuatro textos evangélicos muy significativos en relación con el radicalismo del seguimiento por el Reino.
En los escritos de santa Clara aparece alguna vez el concepto de imitación, pero con mucha mayor frecuencia el de seguimiento, tanto en la Regla como en el Testamento y en las cartas.[6] En los biógrafos hallamos los dos conceptos, pero también con cierto predominio de la terminología usada por Francisco.
Años hace se escribió mucho sobre la actitud caballeresca que el seguimiento de Cristo reviste en san Francisco. El hijo de Pedro Bernardone, es cierto, fue un apasionado, en su juventud, de los cantares de gesta y de todo aquel clima impregnado del ideal caballeresco, que entonces alcanzaba en Europa su mayor auge. El ánimo noble de Francisco entonaba con aquella cultura del amor cortés, de la lealtad, del impulso a empresas generosas: un estilo de sentir y de vivir que lo vemos traducido en muchas de sus manifestaciones espirituales.
Pero no hay que llevar demasiado lejos esa característica hasta hacer de ella como el elemento fundamental de sus relaciones con Cristo. Se trata de expresiones de sabor juglaresco con que san Francisco sazonaba sus enseñanzas y sus arengas fraternas, pero que significaban algo muy diferente de aquel vasallaje religioso a Cristo, como una especie de Señor feudal, que hallamos en el ideal del caballero de la época. El verdadero rostro del Cristo de Francisco hay que descubrirlo en sus ardorosas páginas originales. Y ello no obstante el calificativo convencional de miles Christi que le aplica alguna vez el primer biógrafo.
QUIEN DEJASE ESPOSO, HERMANO E HIJO…
 De la meditación de las palabras de Jesús, quien reconoce como «hermano, hermana y madre» a todo el que cumple la voluntad del Padre (Mt 12,50) y del concepto de la unión esponsal, que obra el Espíritu Santo, Francisco deduce lazos de compenetración amorosa, de índole experimental, con la persona de Cristo, que expresa en los siguientes términos: «Sobre todos aquellos y aquellas que tales cosas ponen en práctica (viviendo según el compromiso cristiano) y perseveran hasta el fin, reposará el Espíritu del Señor y pondrá en ellos su morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo.
»Somos sus esposos, cuando el alma fiel se une, en el Espíritu Santo, a Jesucristo. »Somos sus hermanos, cuando cumplimos la voluntad de su Padre, que está en el cielo. »Somos sus madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo mediante el amor y una conciencia pura y sincera; lo damos a luz mediante las acciones santas, que deben resplandecer para ejemplo de los demás (cf. Mt 5,16). »(...) ¡Oh, qué santo y qué tierno... tener un tal hermano y un tal hijo...!» (2CtaF 48-56).
 Santa Clara hace suya ampliamente esta triple forma de experimentar y expresar el amor de Cristo, que más de una vez habrá escuchado de labios de Francisco. Escribe a santa Inés de Praga: «Sois esposa, madre y hermana de mi Señor Jesucristo... Os habéis hecho merecedora de ser llamada hermana, esposa y madre del Hijo del Padre altísimo y de la gloriosa Virgen, (...) hermana y esposa del supremo Rey de los cielos, (...) hija y esposa del Rey supremo» (1CtaCl 12. 24; 3CtaCl 1; 4CtaCl 17).
 Francisco se siente amado por el Cristo Salvador con amor de padre, de hermano, de esposo y de amigo, y corresponde con un amor total, de donación y de entrega comprometida sin reservas. «Diaria y continuamente -escribe Tomás de Celano- conversaba con sus hermanos acerca de Jesús. Su boca hablaba de la abundancia del corazón, y parecía que el manantial del limpísimo amor que llenaba su alma rebosaba al exterior a borbotones... Jesús en su corazón, Jesús en sus labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús en todas partes...» (1 Cel 115).
San Francisco no es el iniciador de esta piedad centrada en los aspectos humanos de la vida del Redentor. Antes de él, san Bernardo y los maestros de la escuela de San Víctor los expresaron en sus experiencias místicas. Pero con él irrumpe el subjetivismo humanista, haciendo vibrar con nuevo fervor religioso a aquella sociedad ganosa de afirmar el yo en todas las manifestaciones. El tipo del santo en adelante será un enamorado, vuelto hacia Cristo con todo el ser, con la mente y el corazón, a impulsos de un amor que pone en juego toda la persona para amar y para hacer amar al Amado. Y la configuración con Cristo, meta de toda forma de santidad, será ahora el resultado de dos impulsos, a primera vista antagónicos: el de la renuncia total con el retiro en la soledad, donde Cristo hace gustar sus inefables comunicaciones y el alma adolece herida de amor, y el otro que lanza al amigo de Cristo a la acción exterior para decir al mundo la riqueza y la fuerza de ese mismo amor.
El Cristo franciscano es, sí, el Cristo del dogma y el Cristo del misterio, pero alcanzado por vía de meditación, de experiencia mística. Como hemos visto, fue Francisco quien encendió en el corazón puro y noble de Clara el amor a Jesucristo, haciendo de ella una verdadera enamorada del crucificado pobre. Por una noticia, algo tardía, pero atendible, sabemos que, en los primeros tiempos difíciles, con sólo oírle en una plática pronunciar el nombre de Jesús, con aquel tono de afecto que ella bien conocía, «le comunicó Cristo tal ánimo y fuerza que, desde aquel momento, ya no halló dificultosa ninguna tribulación ni adversidad».[9]
 En las cartas a santa Inés de Praga hallamos bellas efusiones de su corazón, saturado del «superconocimiento» del Esposo divino: «Os habéis entregado al Esposo de más noble alcurnia... Amándole a él sois casta, abrazándole sois más pura, poseyéndole sois virgen. No hay poder más fuerte, no hay munificencia más espléndida, no hay belleza más seductora, ni hay amor más suave ni apostura más elegante. Estáis ya unida a él en estrecho abrazo...» (1CtaCl 7-9).
«Ama sin reservas a aquel que se ha dado totalmente por amor. El sol y la luna admiran su belleza; sus prendas son de precio y grandeza infinitos. Me refiero al Hijo del Altísimo, que la Virgen dio a luz, sin dejar por ello de ser virgen...» (3CtaCl 15-17).
«Dichosa tú, a quien se concede gozar de este sagrado convite, para poder unirte con todas las fibras de tu corazón a aquél cuya belleza es la admiración de los escuadrones bienaventurados del cielo; su amor enamora, su vista recrea; su bondad llena, su dulzura sacia; su recuerdo inunda de luz suave; a su perfume resucitarán los muertos y su gloriosa visión hará felices a todos los ciudadanos de la Jerusalén celeste» (4CtaCl 9-13).