VIVIR EL SANTO
EVANGELIO DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, CARISMA FRANCISCANO
San Francisco de Asís, se propuso el gran reto de su vida y
propuso a sus hermanos como norma y programa de vida: “La regla y vida de los
hermanos menores es esto y conviene saber, vivir el santo evangelio viviendo en
pobreza, obediencia y castidad…” (RB 1,1). Como es de destacarse, en los escritos de Francisco nunca aparece la
expresión «imitar a Cristo», sino siempre e invariablemente la otra más
dinámica de seguir la vida - seguir las huellas - seguir la doctrina y las
huellas - seguir las huellas y la pobreza de nuestro Señor Jesucristo. Es
cierto que una de las Admoniciones lleva como título De imitatione Domini,
puesto por el compilador, pero es precisamente la que habla del seguimiento del
buen Pastor.
Efectivamente, en el Evangelio las invitaciones de Jesús son
siempre formuladas en términos de seguimiento: Sígueme...; el que quiera venir
detrás de mí... tome su cruz y sígame... Vosotros me habéis seguido... Ellos,
dejando las redes, le siguieron... En el capítulo primero de la Regla no
bulada, tras el compromiso de «seguir la doctrina y el ejemplo de nuestro Señor
Jesucristo», inserta cuatro textos evangélicos muy significativos en relación
con el radicalismo del seguimiento por el Reino.
En los escritos de santa Clara aparece alguna vez el
concepto de imitación, pero con mucha mayor frecuencia el de seguimiento, tanto
en la Regla como en el Testamento y en las cartas.[6] En los biógrafos hallamos
los dos conceptos, pero también con cierto predominio de la terminología usada
por Francisco.
Años hace se escribió mucho sobre la actitud caballeresca
que el seguimiento de Cristo reviste en san Francisco. El hijo de Pedro Bernardone,
es cierto, fue un apasionado, en su juventud, de los cantares de gesta y de
todo aquel clima impregnado del ideal caballeresco, que entonces alcanzaba en
Europa su mayor auge. El ánimo noble de Francisco entonaba con aquella cultura
del amor cortés, de la lealtad, del impulso a empresas generosas: un estilo de
sentir y de vivir que lo vemos traducido en muchas de sus manifestaciones
espirituales.
Pero no hay que llevar demasiado lejos esa característica
hasta hacer de ella como el elemento fundamental de sus relaciones con Cristo.
Se trata de expresiones de sabor juglaresco con que san Francisco sazonaba sus
enseñanzas y sus arengas fraternas, pero que significaban algo muy diferente de
aquel vasallaje religioso a Cristo, como una especie de Señor feudal, que
hallamos en el ideal del caballero de la época. El verdadero rostro del Cristo
de Francisco hay que descubrirlo en sus ardorosas páginas originales. Y ello no
obstante el calificativo convencional de miles Christi que le aplica alguna vez
el primer biógrafo.
QUIEN DEJASE ESPOSO, HERMANO E HIJO…
»Somos sus esposos, cuando el alma fiel se une, en el
Espíritu Santo, a Jesucristo. »Somos sus hermanos, cuando cumplimos la voluntad de su
Padre, que está en el cielo. »Somos sus madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y
en nuestro cuerpo mediante el amor y una conciencia pura y sincera; lo damos a
luz mediante las acciones santas, que deben resplandecer para ejemplo de los
demás (cf. Mt 5,16). »(...) ¡Oh, qué santo y qué tierno... tener un tal hermano y
un tal hijo...!» (2CtaF 48-56).
San Francisco no es el iniciador de esta piedad centrada en
los aspectos humanos de la vida del Redentor. Antes de él, san Bernardo y los
maestros de la escuela de San Víctor los expresaron en sus experiencias
místicas. Pero con él irrumpe el subjetivismo humanista, haciendo vibrar con
nuevo fervor religioso a aquella sociedad ganosa de afirmar el yo en todas las
manifestaciones. El tipo del santo en adelante será un enamorado, vuelto hacia
Cristo con todo el ser, con la mente y el corazón, a impulsos de un amor que
pone en juego toda la persona para amar y para hacer amar al Amado. Y la
configuración con Cristo, meta de toda forma de santidad, será ahora el
resultado de dos impulsos, a primera vista antagónicos: el de la renuncia total
con el retiro en la soledad, donde Cristo hace gustar sus inefables
comunicaciones y el alma adolece herida de amor, y el otro que lanza al amigo
de Cristo a la acción exterior para decir al mundo la riqueza y la fuerza de
ese mismo amor.
El Cristo franciscano es, sí, el Cristo del dogma y el
Cristo del misterio, pero alcanzado por vía de meditación, de experiencia
mística. Como hemos visto, fue Francisco quien encendió en el corazón
puro y noble de Clara el amor a Jesucristo, haciendo de ella una verdadera
enamorada del crucificado pobre. Por una noticia, algo tardía, pero atendible,
sabemos que, en los primeros tiempos difíciles, con sólo oírle en una plática
pronunciar el nombre de Jesús, con aquel tono de afecto que ella bien conocía,
«le comunicó Cristo tal ánimo y fuerza que, desde aquel momento, ya no halló
dificultosa ninguna tribulación ni adversidad».[9]
«Ama sin reservas a aquel que se ha dado totalmente por
amor. El sol y la luna admiran su belleza; sus prendas son de precio y grandeza
infinitos. Me refiero al Hijo del Altísimo, que la Virgen dio a luz, sin dejar
por ello de ser virgen...» (3CtaCl 15-17).
«Dichosa tú, a quien se concede gozar de este sagrado
convite, para poder unirte con todas las fibras de tu corazón a aquél cuya
belleza es la admiración de los escuadrones bienaventurados del cielo; su amor
enamora, su vista recrea; su bondad llena, su dulzura sacia; su recuerdo inunda
de luz suave; a su perfume resucitarán los muertos y su gloriosa visión hará
felices a todos los ciudadanos de la Jerusalén celeste» (4CtaCl 9-13).
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